miércoles, 10 de enero de 2018

Aquella fría noche, hace cuarenta años


Los que ya cargamos una edad a las espaldas nos convertimos un poco en el abuelo Cebolleta de los tebeos de nuestra infancia, siempre dispuestos a contar batallitas. Hoy quiero traer a este blog una historia personal. Ocurría hace justo cuarenta años. Es más, a la hora en las que tecleo estas líneas, puedo dar fe de que la noche de hace cuarenta años en Sevilla era tan fría como la de hoy, o tal vez más.
Cuento esto porque, de alguna manera, puede decirse que hoy hace cuarenta años que dije adios a mi tierra. Cuarenta años que salí de Jaén, al menos como residente censal, porque nunca me he terminado de ir y nunca terminaré de irme, aunque desde hace cuatro décadas mi vida diaria esté fuera de allí.
Fue una mañana del 10 de enero cuando un puñado de jóvenes jiennenses embarcábamos, mejor dicho, nos embarcaban medio asustados en un tren con destino a Sevilla. Íbamos a hacer la Mili, sí esa cosa tan denostada a la que muchos, al menos yo sí, debemos lo que entonces era el futuro y hoy es un grato pasado (Cosas de la vida, cada cual cuenta la feria como le fue). 
Y fue una noche del 10 de enero, como la de hoy, cuando todos pasamos (yo al menos sí) la que fue la peor noche de nuestros pocos años. Había llovido y hacía un frío infernal en el Cuartel de Logística, cerca de Torreblanca, en Sevilla. Allí nos dieron por dormitorio una tienda de campaña con una colchoneta de gomaespuma, más mojada que seca, sin almohada y tirada sobre un sueño igualmente húmedo. Allí dormí mi primera noche fuera del regazo de mi familia y allí comenzó el aprendizaje que da la soledad y el tener que buscarse las habichuelas por uno mismo.
Aquella noche, la única almohada era el petate, más duro que blando porque iba cargado de esas latas y viandas de las que las madres proveían a sus hijos para limitar las hambres (falsas) del servicio militar, al menos entonces. 
De aquella noche me quedo con muchas sensaciones, pero la que más recuerdo porque mi destino era precisamente Canarias, fue la de unos "quintos" canarios con los que coincidí en aquella tienda de campaña. Habían salido esa mañana de su cálida tierra y volaban hacia Zaragoza, ese era su destino. Y cayeron en el frío de Sevilla. Un frío que los calaba hasta el punto de que algunos de ellos, para calentarse un poco, acabaron haciéndose improvisadas "estufas" con el aceite de las latas de sardinas que sus madres les habían dado para que comieran los primeros días. Y confirmo que no les importaron las sardinas.
A la mañana siguiente, parte de aquella concentración de "quintos" peninsulares volábamos para Tenerife. Para muchos era la primera vez que subíamos a un avión. Al menos volábamos conformándonos con que nos esperaba el primaveral clima canario; aunque esa no fuera nuestra primera impresión, ya que cuando llegamos el cielo estaba cubierto, había niebla y llovía sobre la pista del aeropuerto mientras nos formaban. Todo un chasco, por lo menos temporal, hasta que comprendimos que Los Rodeos, entonces el único aeropuerto de Tenerife, era (y es) algo así como una burbuja que se escapa, empecinada, de la bonanza tinerfeña.
Mañana, dentro de un rato, se cumplen cuarenta años de esa llegada a una tierra en la que acabé trabajando y viviendo durante un tiempo y hacia la que esas y otras razones acabaron por forjar una atracción que aún hoy, treinta y seis años después de mi marcha, se mantiene intacta.



1 comentario:

  1. Aquel frío que recuerdas fue frío de abandonar el calor del hogar, de abandonar la protección del hogar y de la familia. No digo que no hiciera frío, que lo haría, digo que el frío estaba en tu alma.

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