Unas manos blancas en Don Remondo
Hoy se cumplen veinte años y aún lo recuerdo como el primer
día. Cuando transito por la calle Don Remondo, todavía me sobrecoge el husillo
de la esquina con Cardenal Sanz y Fores por el que aquella noche se perdía la
sangre inocente de Alberto. Y sigo recordando su corpachón de hombre bueno
derrumbado sobre los adoquines, embutido en su sempiterno abrigo azul marino. Y
aquellas manos blancas... tan blancas que parecían llevar guantes, cuando lo
que ya no llevaban era sangre, que se derramaba por aquel agujero hacia el
corazón de Sevilla.
El teléfono había sonado mientras conciliaba el primer
sueño. Era Carlos Bernal, el redactor jefe de noche.
—Ha habido un tiroteo en el barrio de Santa Cruz y hay dos
muertos —me dijo—. Mira a ver qué puedes averiguar.
No pensé en ETA. Era difícil. Y eso que los asesinos lo
habían intentado otras veces y siete años antes consiguieron colar en la vieja
cárcel de Sevilla un paquete bomba que dejó atrás una estela de cuatro muertos
y numerosos heridos. Pero aquella noche no se me pasó por la cabeza.
Al menos hasta que un amigo me dio, sin querer, una clave
que heló mi sangre.
—Ha sido en la esquina de Don Remondo con Cardenal Sanz y
Fores.
Algo se encendió en mí atropelladamente y unas palabras
llegaron instintivamente a mi garganta:
—Allí vive Alberto Jiménez Becerril —le dije, incrédulo, a Lucía,
mi esposa, que seguía con preocupación el atropellado aluvión de llamadas
telefónicas.
Diez minutos más tarde, con el corazón a mil por hora, la
moto devoraba el espacio hasta llegar a la plaza Virgen de los Reyes. Allí
parecía que no había ocurrido nada. No había ningún otro periodista, ni despliegue
de Policía; sólo un patrullero y algunos coches que luego resultaron ser
vehículos camuflados.
Don Remondo estaba discretamente cortada. En medio, en el
breve trayecto que separa la plaza de la esquina donde los asesinos etarras
habían acabado con Alberto, el furgón de la funeraria ya albergaba el cuerpo de
Ascensión García Ortiz.
Por aquel punto era imposible pasar y volé sobre los pies
para dar la vuelta por Abades y entrar por Cardenal Sanz y Fores. Allí estaba
Luis Miguel Martín Rubio, delegado de Seguridad Ciudadana del Ayuntamiento,
cuyos ojos enrojecidos no se apartaban del cadáver de Alberto, su íntimo amigo.
No hicieron falta palabras. Sólo hubo un abrazo de duelo. El sello criminal de
ETA era incuestionable.
Los asesinos sorprendieron al matrimonio cuando regresaban
de tomar una copa, como todos los jueves, con amigos del Partido Popular en un
pub cercano. Podían haber elegido a otros, pero fue a ellos a quienes al final
optaron por seguir casi hasta la puerta de su casa, donde dormían sus tres
pequeños, Ascensión, Alberto y Clara.
Ascen llevaba en las manos cuatro flores, probablemente
regaladas por su marido como testimonio del cariño que públicamente se
profesaban. Todas quedaron junto al cuerpo de Alberto cuando intentó auxiliarlo
después de que un único disparo le alcanzara la sien derecha.
El que tenía a gala ser «alcalde» de Triana y teniente de
alcalde del Ayuntamiento de Sevilla sintió la amenaza y se volvió hacia su
asesino. A su espalda descubrió a Mikel Azurmendi, que apretó el gatillo de la
pistola que llevada a menos de medio metro de la cabeza del edil. El proyectil
la atravesó y fue a impactar contra el muro del Palacio Arzobispal, donde una
lápida recuerda desde entonces el doble asesinato.
Ascensión no tuvo mucho más tiempo. Horrorizada, quiso
ayudar a su marido y gritó pidiendo auxilio. Un disparo efectuado por el
segundo de los asesinos, José Luis Barrios, selló su voz para siempre. El
proyectil le alcanzó en la base de la nuca. Su cuerpo quedó caído de bruces
junto al de Alberto y fue el primero en ser retirado.
Eso impidió que Soledad Becerril pudiera verla.
Cuando la alcaldesa de Sevilla llegó a calle Cardenal Sanz y
Fores era una mujer deshecha, soñolienta y con el cabello alborotado que aún no
se creía lo que estaba viendo. Aquella noche vi llorar a Soledad por primera
vez; la segunda sería aquel mismo maldito año de 1998, cuando un ventarrón
cerró diciembre llevándose por delante la vida de cinco personas, aplastadas
por el muro del Bazar España, en la avenida de Miraflores.
En la esquina de Don Remondo, poco podía hacerse ya. Luismi
y algunos otros acompañamos a la alcaldesa a su casa, apenas a ciento cincuenta
metros del lugar del asesinato.
Todos teníamos demasiadas cosas que hacer.
Poco más tarde, la detenida rotativa de ABC de Sevilla
escupía sobre la memoria de ETA con un titular que despertó a toda España: «ETA
asesina en Sevilla al concejal del PP Alberto Jiménez Becerril y a su esposa».
A esa misma hora, con el cuerpo y el alma cansados después
de contemplar al amigo asesinado y haber cumplido con mi trabajo de periodista,
el destino aún me aguardaba otra de sus burlas, que sólo descubrí meses más
tarde. A esa misma hora, repito, de retorno a mi domicilio, pasé sin saberlo
ante la fachada del bloque en cuyo primer piso los asesinos de ETA tenían su
guarida y celebraban su última “hazaña”.
P.S. Publiqué este artículo hace ocho años en ABC de Sevilla. Hoy lo recupero con alguna corrección al cumplirse veinte años del vil asesinato de Alberto Jiménez Becerril y su esposa, Ascensión García Ortiz. Aquella imborrable noche, como periodista, me vi en la obligación de enfrentarme a la tragedia. Hoy, el recuerdo sigue vivo, como entonces, y las palabras y los sentimientos tienen igual vigencia.
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Una placa recuerda el vil asesinato de Alberto y Ascen a escasos metros del lugar donde cayeron asesinados por ETA en la calle Don Remondo |